Volver a ser
Más que niñerías
He de confesar que la primera vez que vi un reality en televisión me entusiasmé de tal forma, que lo seguí con estoica determinación. Me sabía los nombres de todos los participantes, los chismorreos y cotilleos de los protagonistas me generaban tal expectativa, que me tomaba sus desenlaces como algo trascendental.
Los domingos por la noche cuando uno de los concursantes era eliminado como resultado de una serie de pruebas que tenían lugar en el curso de la semana, me concentraba frente a la pantalla del televisor con tal disciplina y emoción, que ni “los escarabajos” colombianos me generaban cuando en las madrugadas de mi niñez escuchaba en un viejo radio transistor como los pedalazos forjados con la papa y la panela del altiplano cundiboyacense los llevaban a cruzar de primeros en los alpes franceses.
Con el paso de los años, una nutrida y variada oferta de programas en formato de reality ha llegado a la televisión colombiana, y es que los ha habido para todos los gustos: para escoger a futbolistas, actrices y actores, cantantes, presentadores de televisión, a administradores de fincas, al más impetuoso para defenderse en el monte en las más austeras condiciones de vida, al mejor marido o partido o como lo quieran llamar, y hasta quieren escoger la pareja perfecta entre una modelo de catalogo y un brillante estudiante, en el que gracias a una mutua y cómplice transmisión de conocimiento termine ella sabiendo de física nuclear y el de glamour y moda, y uno de los más recientes, pretende en un estilo seudo marxista poner en escena una burda recreación de la lucha de clases.
Pero cuando la saturación y aburrimiento por la banalidad y la construcción de imaginarios errados que promueven estos proyectos en los que se maltrata en forma permanente la condición humana superaba la paciencia de un monje benedictino, me encontré con una grata sorpresa: si, eran ellos, con sus caritas de inocencia y sus miradas transparentes como las aguas de los lagos de un cuento de hadas. Eran niños y niñas luchando por hacer realidad sus sueños, y los había blancos, negros, trigueños, del sur, del norte, del oriente y del occidente, ricos y pobres, de clase media y también campesinos, jugando y cantando revueltos, sin protagonizar melodramas intrascendentes porque uno había mirado mal a otro.
Resultaba conmovedor ver como los ganadores no se atrevían a celebrar sus triunfos con desmesurada emoción, por respeto con los perdedores, enseñándonos que la grandeza cuando se pierde o se gana es una promesa posible de cumplir. Un niño dijo que para que su compañero no llorara más estaba dispuesto a cederle su triunfo, y otro manifestó que lo ideal sería que todos ganaran, una chiquilla de no más de ocho años, se acercó llorando ante los jurados, reconocidos músicos y cantantes de Colombia y luego de abrazarlos con evidente ternura los exhortó a que no pelearan porque cuando lo hacían ella se ponía muy triste y lloraba, en una soberbia demostración de cómo se da una lección de vida.
Imaginémonos por un momento viviendo como niños y niñas, como los hermanos que se pelean declarándose enemigos acérrimos y a los pocos segundos se están abrazando y jugando mientras las desavenencias se pierden en la telaraña de las cosas olvidadas yéndose tan pronto como llegan; sin calcular con la frialdad de la adultez, la forma más adecuada para manipular, explotar y así obtener de otros lo que queremos sin importar el daño que causamos. Si bien lo dicho resulta de un idealismo ingenuo en extremo, queda el dulce sabor de boca, de que si es posible aprender de los niños, frase tantas veces dicha y hasta obvia, pero no por ello tenida en cuenta en demasía y mucho menos practicada con obstinación.
Y si bien es cierto que resulta agradable imaginarse viviendo como niños, lo que no es atractivo del todo es imaginar como serán los realitys que en el futuro les tocará presenciar a los infantes: acaso habrá magníficas casas estudio, con compartimientos especialmente diseñados para someter a los concursantes a pruebas extremas de frío o calor; tampoco es descartable del todo, la idea de que se intente escoger al mejor científico del mundo con el beneplácito de la teleaudíencia mundial, en el que el ganador será aquel que en el menor tiempo extraiga el cerebro de un humano para implantárselo a un orangután y así cumplir el sueño de Hitler, con un ejercito perfecto de fuerza superior y total dependencia por sus amos.
Ver a los niños cantando, mostrando su talento y su limpieza para hacer las cosas, nos permite soñar con la idea de que los medios se apartarán de pronto un poco de ese utilitarismo recurrente, en el que los pequeños son noticia cuando resultan victima de algún delito, o cuando a los cuatro años se saben todas las capitales de departamento. No es un llamado para que se oculte la violencia en contra de ellos, es tenerlos en cuenta en todas las circunstancias: cuando su dignidad es vulnerada, pero también cuando simplemente son niños, tampoco convertirlos en ciudadanos de segunda con el prurito de que son el futuro de la patria como si el cumplimiento en el respeto por sus derechos fuera una obligación postergable, cuando no hay un presente más valioso que ellos mismos, y entender que lo que para nosotros resultan problemas tontos de “mocosos” para ellos son grandes dilemas; porque algún día también fuimos como ellos, y si la vida nos lo permite, algún día volveremos a comportarnos de cierta forma como niños. <>
Con el paso de los años, una nutrida y variada oferta de programas en formato de reality ha llegado a la televisión colombiana, y es que los ha habido para todos los gustos: para escoger a futbolistas, actrices y actores, cantantes, presentadores de televisión, a administradores de fincas, al más impetuoso para defenderse en el monte en las más austeras condiciones de vida, al mejor marido o partido o como lo quieran llamar, y hasta quieren escoger la pareja perfecta entre una modelo de catalogo y un brillante estudiante, en el que gracias a una mutua y cómplice transmisión de conocimiento termine ella sabiendo de física nuclear y el de glamour y moda, y uno de los más recientes, pretende en un estilo seudo marxista poner en escena una burda recreación de la lucha de clases.
Pero cuando la saturación y aburrimiento por la banalidad y la construcción de imaginarios errados que promueven estos proyectos en los que se maltrata en forma permanente la condición humana superaba la paciencia de un monje benedictino, me encontré con una grata sorpresa: si, eran ellos, con sus caritas de inocencia y sus miradas transparentes como las aguas de los lagos de un cuento de hadas. Eran niños y niñas luchando por hacer realidad sus sueños, y los había blancos, negros, trigueños, del sur, del norte, del oriente y del occidente, ricos y pobres, de clase media y también campesinos, jugando y cantando revueltos, sin protagonizar melodramas intrascendentes porque uno había mirado mal a otro.
Resultaba conmovedor ver como los ganadores no se atrevían a celebrar sus triunfos con desmesurada emoción, por respeto con los perdedores, enseñándonos que la grandeza cuando se pierde o se gana es una promesa posible de cumplir. Un niño dijo que para que su compañero no llorara más estaba dispuesto a cederle su triunfo, y otro manifestó que lo ideal sería que todos ganaran, una chiquilla de no más de ocho años, se acercó llorando ante los jurados, reconocidos músicos y cantantes de Colombia y luego de abrazarlos con evidente ternura los exhortó a que no pelearan porque cuando lo hacían ella se ponía muy triste y lloraba, en una soberbia demostración de cómo se da una lección de vida.
Imaginémonos por un momento viviendo como niños y niñas, como los hermanos que se pelean declarándose enemigos acérrimos y a los pocos segundos se están abrazando y jugando mientras las desavenencias se pierden en la telaraña de las cosas olvidadas yéndose tan pronto como llegan; sin calcular con la frialdad de la adultez, la forma más adecuada para manipular, explotar y así obtener de otros lo que queremos sin importar el daño que causamos. Si bien lo dicho resulta de un idealismo ingenuo en extremo, queda el dulce sabor de boca, de que si es posible aprender de los niños, frase tantas veces dicha y hasta obvia, pero no por ello tenida en cuenta en demasía y mucho menos practicada con obstinación.
Y si bien es cierto que resulta agradable imaginarse viviendo como niños, lo que no es atractivo del todo es imaginar como serán los realitys que en el futuro les tocará presenciar a los infantes: acaso habrá magníficas casas estudio, con compartimientos especialmente diseñados para someter a los concursantes a pruebas extremas de frío o calor; tampoco es descartable del todo, la idea de que se intente escoger al mejor científico del mundo con el beneplácito de la teleaudíencia mundial, en el que el ganador será aquel que en el menor tiempo extraiga el cerebro de un humano para implantárselo a un orangután y así cumplir el sueño de Hitler, con un ejercito perfecto de fuerza superior y total dependencia por sus amos.
Ver a los niños cantando, mostrando su talento y su limpieza para hacer las cosas, nos permite soñar con la idea de que los medios se apartarán de pronto un poco de ese utilitarismo recurrente, en el que los pequeños son noticia cuando resultan victima de algún delito, o cuando a los cuatro años se saben todas las capitales de departamento. No es un llamado para que se oculte la violencia en contra de ellos, es tenerlos en cuenta en todas las circunstancias: cuando su dignidad es vulnerada, pero también cuando simplemente son niños, tampoco convertirlos en ciudadanos de segunda con el prurito de que son el futuro de la patria como si el cumplimiento en el respeto por sus derechos fuera una obligación postergable, cuando no hay un presente más valioso que ellos mismos, y entender que lo que para nosotros resultan problemas tontos de “mocosos” para ellos son grandes dilemas; porque algún día también fuimos como ellos, y si la vida nos lo permite, algún día volveremos a comportarnos de cierta forma como niños. <>
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