La tecnócrata, la predicadora y los hipócritas.
Por: Juan Simón Cancino
"Contraten al que tiene discapacidad", dijo la tecnócrata de turno con su voz imperante de soldado raso recién ascendido a general. Y en el polo opuesto de la vida pública, más nunca de la infamia y de la ignorancia, la predicadora que dijo ser temida por su cara del otro lado del espejo, un tal belcebú, casi al tiempo decretaba que en el púlpito de esa su multinacional de la esquilmación de los peculios y del estupro de las consciencias, aquel que le faltare un ojo o una pierna, así ya hubiese sido vengado por la distributiva ley del talión de la que tanto se ufanan esas sagradas escrituras que profesa sin pudor, no podría subirse a predicar la tal palabra de Dios, un laberinto con muchas entradas y ninguna salida, comparable apenas con el ordenamiento jurídico de Colombia en el que leyes, normas, decretos, parágrafos y acápites se contradicen unos con otros a cada instante.
Los discursos y las convicciones de La tecnócrata y la predicadora responden a una forma estructural del pensamiento, a través de la cual las personas son instrumentalizadas o reducidas a determinados estereotipos en virtud de su funcionalidad más nunca de su plena condición de humanidad, al ser representadas bien como héroes o como encarnaciones del mal, lo cual resulta de fácil comprensión.
Cuando la tecnócrata ordena contratar al que tiene discapacidad, sin llamarlo por su nombre y apellidos, y sin previa revisión de sus méritos profesionales o personales, de seguro piensa en una cifra, en una estadística, de la que en su momento se ufanará ante el séquito de sus asesores y el ejército de sus superiores cuando le sea dado el momento de la rendición de cuentas, y entonces dirá que en ésa institución hay inclusión laboral efectiva de personas con discapacidad, y como si sólo de pan viviera el hombre, no faltará el señalado que disfrute de su momento de gloria, tal vez sin atreverse a deliberar respecto de que su condición de humanidad está muy por encima de las cuencas vacías, del nervio auditivo inservible o de las piernas y los brazos que se niegan a obedecer lo que el cerebro les ordena.
Y en el recinto de los aleluyas y de los amenes, allí donde los pirómanos de la fe invocan más al Diablo que a su Dios, un triste hombrecillo, con apenas más criterio que la silla de ruedas que lo lleva al cadalso, mira a la cámara con sus ojos alelados de borrego, y pontificando a su manera, señala que lo dicho por la predicadora es palabra de Dios, y si es palabra de Dios hay que obedecerla, más allá de si sus mandatos constriñen e libre desarrollo de la personalidad, si atentan contra los derechos fundamentales, o si sugieren una idea del amor de Dios donde hay seres humanos de primera y de segunda categoría.
La predicadora, en uso de su lenguaje somnoliento que no le daría para decir compadre cómpreme un coco ni porque Dios obrara un milagro en su inteligencia y en su viperina, confunde sin ruborizarse las causas de la consciencia con sus retorcidas percepciones de la estética y del qué dirán, a lo cual su grey de homínidos, uno en conducta y media falange de frente, responden con sus aleluyas y sus amenes.
Y en el otro extremo, los pontífices de esas sectas disfrazadas de canales de televisión, estaciones de radio y periódicos, se desgarran sus vestiduras dizque de indignación por la discriminación de la predicadora, indignación que se tragarán con sus lágrimas y sus mocos cuando disfrazados de piraquive, los julitos no me cuelgue y los jorgealfredos lloren por las limosnas que en diciembre pedirán en nombre de esos que ahora defienden, para recordarnos que todo Colombia es una réplica a gran escala de la Iglesia de Dios Ministerial de Jesucristo Internacional: un serpental de menesterosos y mendicantes.