Descomplejizar lo complejo
Por: Juan Simón Cancino Peña
La otra mañana escuchaba una estación de radio, una de esas donde el locutor de turno se cree el director, o donde el director se cree locutor, ya ni sé, en todo caso uno de esos noticieros donde la voz se vende como el mejor atributo del oficio periodístico, de seguro alguna de esas cajitas de resonancia que habrán estudiado periodismo porque alguien les dijo que tenían bonita voz, o porque verificaron que el pensum no incluía matemáticas o estadística, donde uno de esos voceadores de frutas y hortalizas, en frecuencia modulada, le increpaba a uno de sus panelistas diciéndole que para qué explicar eso del presupuesto general de la nación por tratarse de un ladrillo.
Educados en la cultura del espectáculo, condicionados por el afán de repetir lo que otros han masticado con sus encías hasta cariarlo, arrastrados y casi ahorcados a diario por la soga que arrastra entre sus patas cada chiva periodística, a estos esclavos de la noticia de última hora, a estos masturbadores de investigaciones inverosímiles que se encuentran en páginas de internet también inverosímiles, a estos lectores de noticias de periódicos, a estos nuevos justicieros con ínfulas de pontificadores y jueces, no se les pasa por sus cabezas que debieran usar para cosa distinta a la de calarse los audífonos, que el periodismo también puede servir para descomplejizar lo complejo y complejizar aquello que en apariencia no es complejo.
Volviendo al periodista de marras, o mejor, al lector de noticias de marras, para hacerle justicia y hacernos justicia, suponía que si el panelista explicaba algunos aspectos técnicos del presupuesto de la nación, la gente se le aburriría y se cambiaría de emisora, otra donde tal vez una corresponsal desde el exterior, con inflexión orgásmica le estaría explicando a julito, o a Darío, da igual, al fin son la misma perra pero con diferente guasca, los resultados de la investigación de no sé qué universidad según la cual, el grado de infidelidad en hombres y mujeres se determina según el tamaño del índice de la mano derecha, o del meñique del pie izquierdo.
Y qué tal si el periodista, en vez de calificar el análisis de su invitado como lo que en ese momento debiera estar pegando en hileras en el edificio de enfrente, como un ladrillo, le hubiera permitido explicarle su idea a la audiencia; si bien es cierto que en la mayoría de los casos los tecnócratas, los científicos, los quirománticos, los banqueros, los cardenales y los usurpadores hablan desde las nebulosas de sus experticias, no es menos cierto que el periodista, por elementales limitaciones humanas no sabe de todo, lo cual no es pretexto para no procurar orientar a sus audiencias, incluso en relación con aquellos temas que se antojan complejos, con mayor razón cuando el bien máximo de la comunicación no es la información en sí misma, sino facilitar la comprensión de los usuarios de medios.
A su vez las noticias son presentadas con toda la pompa de un acto cinematográfico, una especie de simulacro indefinido, un caleidoscopio con cientos de imágenes que se superponen unas con otras, un juego de espejos que repite una hiperrealidad caótica, un aluvión de adjetivos para acelerar el pulso cardíaco como increíble, espectacular, sorprendente, impresionante, terrorífico, exclusivo; y como lo que nuestros periodistas no son capaces de explicar, mucho menos son capaces de complejizarlo.
La complejidad del periodismo no radica en la apropiación de técnicas sofisticadas para redactar noticias o reportajes, o en el aprestamiento de ciertas acrobacias secretas para modular la voz, que al fin de cuentas eso es de elemental carpintería; la complejidad del periodismo radica en la capacidad del comunicador para que sus audiencias comprendan lo que se les informa y que a partir de allí tomen decisiones, y en la honestidad y la ética con la que ejercen su oficio, lo cual a veces resulta más complejo que resolver un intrincado problema de cálculo diferencial.