CATALEJO

OPINION LIBRE PERMANENTE SOBRE EL DIA A DIA. AUTOR JUAN SIMON CANCINO PEÑA, COMUNICADOR PERIODISTA. BOGOTA COLOMBIA.

Thursday, March 31, 2011

ODIOS


Por: Juan Simón Cancino Peña.

A finales de abril de 1989 se enfrentaron en Bogotá por cuartos de final de la Copa Libertadores de América, el torneo futbolero de los equipos profesionales del continente, El Atlético Nacional de Medellín y Millonarios de Bogotá; 8 días antes se había jugado el primer partido de la llave, con marcador final de 1 a 0 a favor del equipo antioqueño. La hinchada de Millonarios confiaba en que su equipo remontara el traspiés sufrido una semana atrás, apoyada en la fe depositada en la poderosa delantera encabezada por Arnoldo “El Guajiro” Iguarán, Carlos Enrique “La Gambeta” estrada, Rubén Darío Hernández y Oscar Eduardo “El Pájaro” Juárez.

Recuerdo que vi todo el partido de cuclillas sobre un juego de cojines mordiéndome las uñas y tensando el cuerpo, acompañado por algunos de mis compañeros de internado, en el defectuoso televisor de doce pulgadas apostado en un mueble de madera en la sala del dormitorio de la religiosa española que tenía a cargo la dirección del internado. El espectáculo era tal y como me lo imaginé sin descanso durante los 8 días transcurridos entre los dos encuentros; el estadio se veía rebosante de camisetas y banderas azules, los narradores vibraban de emoción y yo estaba al borde de las lágrimas.

Dos horas después, en medio de un apocalíptico escándalo coronado con una batalla campal en la que participaron jugadores y directivos de los dos equipos, el partido terminaba con marcador de 1 a 1, resultado que dejaba a millonarios fuera y a Nacional en la fase semifinal de la copa libertadores. Los narradores y comentaristas decían que el árbitro chileno Hernán Silva había dirigido el encuentro de forma sibilina a favor de Nacional, porque había dejado de sancionar dos penas máximas que favorecían los intereses de Millonarios. Esa noche lloré hasta que amaneció, mientras repasaba el partido en mis recuerdos jugada a jugada, lamentándome por los muchos goles de millonarios que casi fueron y que nunca nadie convirtió; esa misma noche también le juré un odio irreconciliable y enfermizo a la ciudad de Medellín y a todos los hinchas de nacional.

Todo lo que me sonara a paisa empezó a parecerme sospechoso, peligroso, prejuicios que crecieron en mi, reforzados por las tremebundas catilinarias que los comentaristas de fútbol de las dos ciudades escupían envenenados por sus odios viscerales de bueyes, y una especie de rencor corrosivo empezó a invadir a las dos hinchadas, que luego se convirtió en una lucha regional sin cuartel, o por lo menos así lo percibía en medio de mis luchas dicotómicas que me arrastraban en contra de mi voluntad de la niñez a la hombría. Crecí odiando a Nacional, aborreciendo a una ciudad que no conocía, detestando ese acento que suponía era exclusivo de gamines y traquetos, repudiando esa malicia paisa que creía un dechado de defectos y perversidades, seguro de que sin excepción ellos eran matones por naturaleza y ellas putas irredimibles. Era feliz cuando Millonarios ganaba y Nacional perdía, era doblemente feliz cuando Millonarios le ganaba a nacional, y era doblemente infeliz cuando Nacional le ganaba a Millonarios.

Me arrepentí muchos años después de mi odio, esta vez exultante de envidia y admiración, cuando esa burbuja de cristal, o tal vez de fibra de vidrio, se elevó sobre los cielos opacos del mediodía de la ciudad. Primero fue el miedo incontenible, esa sensación de vacío y ahogamiento casi que insuperables; luego vino esa especie de tensa calma, mitigada con el consuelo pueril, que si otros no se habían caído tampoco yo caería. Luego vino la tranquilidad plena, y con ella la imagen de las comunas como pegadas con saliva a las montañas, y con sus casitas de pesebre de mil colores como hechas con plastilina, delineadas y pintadas por el pulso dubitativo de un artesano con mil ideas sobre la estética; allá abajo culebreaban los caminos como trochas a escala por los cuales los niños corrían y se escondían, las madres lavaban sus ropas y luego las izaban como banderas al viento en los tendidos de alambre que atravesaban los patios; los señores como en una escena surrealista sacaban los muebles de la sala al patio, y las familias mostraban su pobreza con el ascetismo estoico de la dignidad que no se avergüenza de lo que se es.

Luego vino el rumor monocorde de esos trenes serpenteando la moderna urbe, paseándose de arriba abajo, de aquí acullá, en los que más que ir compradores de tiquetes viajan el orgullo de las promesas cumplidas, la dicha de los logros alcanzados, el placer de los sacrificios trocados en beneficios, los frutos de la espera paciente pero segura, los milagros de la perseverancia. Ese día me reforcé en la idea que el desconocimiento del otro es el vano pretexto con el que justificamos nuestros odios, porque nada nos atemoriza más que aquello que no comprendemos, en la torpe idea según la cual lo que no se nos asemeja es peligroso. Y aunque siga siendo dos veces feliz cuando Millonarios le gana a Nacional, supe que los medellinenses son dignos de ser emulados en muchas cosas, y no solo en aquellas construidas con cincel y maceta que para eso están los ingenieros y la plata si no se la roban, sino en entender la dimensión de la perseverancia de los grandes pueblos que se resisten a comprender el decurso de la existencia no como un régimen inmodificable dado por la naturaleza sino como algo sujeto a la voluntad de los seres humanos.

Juan Simón Cancino Peña.

CANSADO DE LA RADIO DE HOY


CANSADO DE LA RADIO DE HOY
Por: Juan Simón Cancino Peña.

En buen uso de mis facultades de radionauta o viajero sideral por las hondas hercianas, me topé la otra noche, vaya verbo en desuso ese, con la alambicada inflexión de una vocecilla femenina que anunciaba con ráfagas de metralleta los resultados de los juegos de asar del día, y digo del día, porque ogaño, en mis épocas de púber, las loterías jugaban una vez por semana, y los sorteos eran transmitidos en vivo, mientras los apostadores se mordían las uñas rezando padrenuestros, para que el asar favoreciera los atajos escogidos.

Esta vez la locutora anunció una miríada ininteligible de nombres y resultados que incluían hasta donde recuerdo astros y signos zodiacales; dijo el resultado del cafeterito de la mañana, del cafeterito del mediodía, del cafeterito de la noche, del astro de las tres y del astro de las cinco, que capricornio con la serie tal y que acuario con no sé qué combinación de los mil demonios, que el número de la lotería de tal departamento acompañado con no sé qué serie, hasta que no aguanté esa matraca de birlibirloques y decidí mover el dial.

Más adelante en otra banda, unos mozalbetes en lo referente a su desarrollo cognitivo, prepúberes en su desarrollo moral y adultos tal vez en su configuración morfoesquelética, se preciaban de insultar a las jovencitas masoquistas, que en sus desesperados ensayos de fama llamaban a contar sus intimidades: que fulanito les había dado por allí, que menganito las había volteado de tal manera, que el otro era un perro porque tenía un montón de viejas a parte de ella; y plañían, y sufrían, y lloraban, mientras el locutor, honroso nombre que ahora se le da a cualquier ignaro cuya única gracia es decir estupideces de corrido frente a un micrófono, se burlaba a mandíbula batiente de las desgracias de sus oyentes,.

Cuando creía haberlo oído todo, un boyaco, o un huilense, o un pastuso, o un paisa, que se hacía pasar por indio amazónico, que a veces gagueaba en portugués, otras en francés, otras en italiano, o en todas a la vez, o tal vez en ninguna de ellas, decía que era dueño de los más ancestrales secretos de las comunidades tribales de América, y que como el ilustre enamorado de doña Dulcinea, y perdón con él, que desfacía entuertos y enderezaba agravios, éste que por desgracia no era don Quijote si no algo menos que su jamelgo, prometía que ligaba a los amores idos, que daba el número de la lotería y ofrecía la fórmula esotérica para la buena suerte en todas las empresas de los incautos.

Cuando amanecía hizo su luciferina aparición la larva unicelular y ceroneuronal que años aciagos atrás bufaba porque la pelota se había ido por encima del palo de mango, acompañado de una caterva de hongos cuya única gracia, si es que hay algo de gracia en ello, contaban chascarrillos homofóbicos, misóginos, racistas, discriminantes, de los que luego reían cocinados en su misma salsa, como la piara que se revuelca en su propia lavaza, y entonces pensé que prefiero a Samuel en el solio del Palacio de San Carlos y no al bobalicón cuya máxima creación era gritar para que ninguna de las noches de su insatisfecha vida lo esperaran en su casa.

Luego vinieron los lambones de toda la vida, que gemían para que el homúnculo al que llamaban por su diminutivo no les tirara en sus orejas de rocines el teléfono, mientras uno de sus pares con su lengua cardenalicia dictaba sentencia sobre quienes eran culpables y quienes inocentes. Justo en la estación de enseguida, el galardonado con el premio al mejor periodista del villorrio, cuyo exabrupto solo es superado por la lástima que inspira el que se haya creído tamaña mendacidad, hacía gala de su única y mejor gracia frente al micrófono, que no es otra que contar chistes, y supuse que luciría más auténtico si lo hiciera acompañándose de una guitarra tocando uno de esos pasajes caribeños balando un tremebundo arracachacachacachá.


Juan Simón Cancino Peña.